Viajar tiene una innumerable cantidad de aspectos que nos hacen felices. Son los que nos invitan una y otra vez a repetir el acto de irnos nuevamente a quién sabe dónde. Que nos relajamos, que nos conectamos con nosotros mismos, que descubrimos nuevos lugares, que conocemos nuevas personas. Y cuanta persona viaja, tiene su propia lista de aspectos positivos sobre los viajes. Pero hay uno que es común a todos, y que suele no ser tan bueno. Y es que estando de viaje, estamos lejos.
Estamos lejos de todo. Si es por un viaje ocasional, nos alejamos por un momento. Solo algunos días o semanas son los que nos distanciamos. Pero cuando el viaje es permanente, la cosa se pone más difícil.
Cuando el viaje es un modo de vida, estamos constantemente lejos. Lejos de los amigos, lejos de la familia. Pero sobre todo: lejos de los momentos. Los cumpleaños pasan, y nosotros ahí, a través de un teléfono, de una videollamada que intenta acercarnos pero que no hace más que confirmar que estamos lejos.
Y estar lejos duele. Para algunos más, para otros menos, y seguramente haya quienes no le duela la lejanía. Pero para quienes lo vivimos así, es un desgarro al corazón.
Pasan las fechas de encuentro, y nosotros enviamos algún audio o alguna foto, que demuestren nuestra importancia de estar presentes. Y de seguro ese gesto llega, pero igualmente estamos lejos.
Pero nada afirma que estando cerca, realmente estemos cerca de quienes queremos.
Por eso, quizás a veces, necesitemos alejarnos, para volvernos a acercar.